12 de marzo de 2012

Persiguiendo a Amy. 22.-Lázaro

El agua estaba ya fría cuando Lázaro decidió salir del baño. Sacudió un poco la ropa antes de volver a ponérsela. Necesitaría algo de ropa nueva. Estaba destrozada. Se arregló el pelo mojado delante del espejo. No tenía mala pinta. La mayor parte de sus cicatrices quedaban ocultas bajo la ropa, de modo que podría llegar a dar el pego de hombre de bien. Una vez consiguiera ropa nueva, claro. Pero para eso necesitaba dinero. Y la muchacha les había dicho que no les pagarían hasta el día siguiente (aunque estaba casi seguro de que Leo le sacaría algo antes de que se pusiera el sol...) de modo que tendría que esperar. Tendría que jugársela con esas ropas.

Cerró los ojos unos instantes. Cuando los abrió había dejado de ser Lázaro, el canalla buscavidas, para convertirse en el padre Lázaro, hombre piadoso y de bien. Leonardo podría ser un buen noble, pero nunca había conseguido dar el pego como monje o sacerdote. Él sí. Sus hombres a veces se sorprendían de ello, cómo un bellaco como él podía hacer tan buen religioso… La respuesta era bastante sencilla. Era… bueno, había sido religioso. Su madre había ahorrado para darles una educación. A él le había tocado seguir la vía religiosa. Por herencia paterna, por lo visto. Tomó el colgante del que nunca se separaba. Cogió un pliego de papel de la mesa y, mojando en tinta una pluma que allí había, garabateó varias palabras.

El portador de la presente, el padre Lázaro Medina, es miembro de nuestra insigne congregación y como tal, se encuentra en misión diplomática. Se ruega, pues, acomoden a nuestro buen hermano y hagan buen trato de él, ayudando en todo lo posible a su tan necesaria empresa.


Firmó de modo ilegible. No era una gran misiva, pero en realidad sólo era para disimular. Esperaba no tener que abrirla en ningún momento. Dejó caer un par de gotas de tinta, marcando el papel, lo dobló cuidadosamente y, sacando un trozo de lacre de su bolsa, selló la carta con el colgante. Era el sello de una congregación religiosa del este de Francia. Sus compañeros pensaban que se lo había robado a un monje en el camino. En realidad… Sí, seguramente era robado. Pero no lo había robado él. Se lo había entregado su madre antes de mandarlo al seminario. Por lo visto, había pertenecido a su padre. Era todo lo que tenía de él. Ni siquiera tenía un nombre… Pero, al contrario que la revoltosa, él nunca se había preocupado por buscarlo. Si seguía con vida… Bueno. Si seguía con vida, seguramente ni siquiera sabía que tenía un hijo. Sería absurdo.

Guardó la carta y bajó a la sala comunal. Se acercó a sus hombres.

-Bien, hermanos… Creo que acudiré a ver al alcalde de la ciudad. ¿Alguno de vuesas mercedes haría el favor de escoltar a este pobre monje?

Riéndose, paseó la mirada sobre los tres hombres… ¿Tres?

-¡Eh! ¡Un momento! ¿Dónde se ha metido Servando? ¿Lo habéis dejado marcharse solo? ¡Por la misa que no hay quien pueda con vosotros! –Perjuró un par de veces, olvidado ya el papel. Luego, intentó serenarse un poco. –Uno de vosotros que me acompañe. Necesito un escolta para sostener esta historia. Los otros dos haced el favor de buscar a Servando. Y por Aristóteles, hacedlo antes de que apueste los calzones o acabará desnudo por la ciudad. De nuevo.

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