Salvatore remató con disgusto al desdichado arrodillado a sus pies,
limpiando el filo de su daga con su pañuelo antes de envainarla. Siguió a los
demás escaleras arriba hasta abandonar aquel antro, y miró al cielo. Aún era
noche cerrada, tenía tiempo. Sonrió.
- Caballeros... -hizo una reverencia, quitándose el sombrero, como si
fuesen señores- ¡no me busquéis hasta por la mañana! ¡Nos veremos en la
taberna de antes! -apuntilló ya desde lejos, perdiéndose tras la esquina de
una callejuela.
Tenía buen sentido de la orientación, en unos minutos había llegado,
escurridizo como una sombra, hasta la casa de la amiguita de Leonardo. Las
contraventanas de la habitación de la criada no estaban cerradas, así que se
aventuró a lanzar un guijarro contra el cristal, escondiéndose después entre
las sombras del callejón, al acecho. No había pasado ni un minuto cuando las
ventanas se abrían, asomando la cabeza de la joven. Salvatore sonrió, era
evidente que la muchacha lo estaba esperando, y su sonrisa se ensanchó cuando
le dijo que su señora no estaba en la casa. Antes de que terminara la frase
Salvatore había trepado al balcón con la agilidad de un felino, y se colaba por
la ventana.
La muchacha era pequeña y algo flaca para su gusto, pero tenía unos ojos
bonitos y una sonrisa dulce. No le costaría demasiado seducirla, aquel brillo
en los ojos ya la delataba, pero aún así sacó su laúd y, arrodillándose ante
ella le cantó muy bajito una mentira que ella, arrobada de gozo, quiso creerse,
y alabó sus oídos de criada con palabras que merecería una princesa... Porque
tenía debilidad por aquellas pobres muchachas cuya juventud se marchitaría
fregando, o cocinando, o barriendo, o en las más brutas tareas, y que
probablemente se entregarían a otros más bárbaros que no se tomarían la
molestia de cortejarlas. De modo que
cantó para ella con
su mejor voz:
Desd´el día que miraron mis ojos vuestra presencia,
de tal forma se mudaron, que no consiente ausencia.
Vuestros amores é, señora, vuestros amores é...
Tengo siempre el pensamiento en servir i contentaros,
que vuestro mereçimiento jamás me dexa olvidaros.
Vuestros amores é, señora, vuestros amores é...
Es vuestra gentil figura tan perfeta y acabada
que con gracia y ermosura teneis mi vida rrobada
Vuestros amores é, señora, vuestros amores é...
Pues quiso mi ventura que de vos fuese cativo,
dadme vida sin tristura, pues por vos muriendo bivo.
Vuestros amores é, señora, vuestros amores é...
No hizo falta mucho más para que la pobre se rindiera a los encantos del bardo,
aquellas eran conquistas con poco riesgo y poco mérito, pero se entregaban casi
con candor, y eso le hacía sentirse algo incómodo cuando abandonaba el cuarto a
hurtadillas, en la madrugada. No pudo resistirse a darle un beso antes de salir
de nuevo a la noche, creyéndola profundamente dormida. Mas la chica despertó, y
al verlo vestido, unas lágrimas silenciosas acudieron a sus ojos. No parecía extrañada,
sólo triste. Lamentó no haberse ido antes. Y cuando buscaba desesperadamente
algo que decir, fue ella la que habló:
- Es por esa tal Amelia a la que buscáis, ¿no? ¿vos también la amáis, no es
así? A fe que es bella... -hipó, secándose las lágrimas con la sábana.
Salvatore se acercó y la cogió por las muñecas, mirándola a los ojos:
- ¿Habéis visto a Amelia? ¿está aquí?
-La mujer forastera de los ojos verdes y larga melena... -la chica, algo
asustada, desistió de la escena de celos, y contestó a las preguntas con la
mansedumbre de años de servir- Esas... mujeres siempre llaman la atención allá
por donde pasan. La vi hace dos o tres días en el mercado, compraba comida para
marchar hacia la capital. Iba vestida con un peto de cuero, como un hombre, y
llevaba una espada corta, como los demás hombres con los que iba.
- ¿Un peto de cuero? ¿como los de los soldados? ¿eran soldados? ¡vamos,
cuéntame! -le dijo, con cierta urgencia.
- Esa... esa impresión me dio, mercenarios que marchaban a la capital, como
muchos otros han hecho desde que empezaron los conflictos...
- Grazie mille, cara...
La muchacha aún lloraba cuando la besó por última vez y salió por la ventana.
Aún no había amanecido, pero tenía que correr a la posada y despertar a
Leonardo y los demás. Tal vez la Revoltosa estuviera en grave peligro.
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(Salvatore por Sherezade)