28 de mayo de 2012

Persiguiendo a Amy 52.- Leonardo


Fue una batalla rápida, sentenciada prácticamente desde el primer encontronazo. No les costó dominar la situación. Salvatore era rápido, Conrado, implacable y Servando, grande. En cuanto a él, hacía buen uso de sus lecciones de esgrima. Era grandioso lo que se podía llegar a hacer con un buen maestro. Y aunque muchos podrían pensar lo contrario, la Compañía de Teatro a quien su madre había encargado su educación estaba llena de buenos maestros. ¿Quién iba a haberlo educado mejor? Los de la farándula le habían enseñado todos los usos y costumbres de los nobles hasta el hecho de pasar por uno mejor que los propios descendientes de las más antiguas familias. A fin de cuentas, vivían de ello. No podían cometer el menor error. Y en la esgrima era exactamente lo mismo. Leonardo aprendió las mejores coreografías, las mejores estocadas, las mejores defensas, de un simple actor.

Pero los había aprendido bien. Apenas lucía un par de cicatrices fruto del acero, y una se la había causado Amelia, así que no podía contarla... La revoltosa había destilado la sangre de ramera y mercenario en una mezcla insidiosa y encantadoramente letal... Y de todas formas él no sabía alzar las armas contra su hermana.

Pero contra esos impresentables, no tenía el más mínimo remordimiento. Llegó el último a la fiesta, pero enseguida se avino a ella, esquivando mesas y sillas, tiñendo su arma de escarlata. Pronto los jugadores perdían la partida e imploraban piedad sollozando como niños de cuna. Escoria entre la escoria, perfecto.

Leonardo paladeaba el placer de la victoria, cuando notó las miradas de sus tres compañeros clavadas en él. Sorprendido, se recorrió el cuerpo con la mirada, pero no encontró motivo para tal expectación. Luego cayó en la cuenta. ¿Pero qué se creían, que era Lázaro?

-Vaya... ¿Qué queréis que os diga? No podemos dejar que se vayan de la lengua, pero...

No llegó a terminar la frase. Conrado ya había clavado su espada en la garganta del hombre más cercano, que murió con un gorgoteo húmedo por toda queja. Lucía una sonrisa que habría dotado a su rostro de una belleza y dulzura que no podía menos que helar la sangre del mismo diablo. Conrado solo sonreía así cuando la muerte servía a sus manos.

-Bueno, sea. Muertos no hablarán, y aquí tardarán en encontrarlos.

Dio un paso hacia la puerta, hundiendo su acero en el pecho de uno de los truhanes, que luchaba por ganar la salida.

-Que no escape ninguno o estaremos en un lío mayor...

Tuvo que gritar, para ser oído. El puñado de hombres se alzaron y retomaron su lucha en un intento desesperado por mantener su alma unida al cuerpo, llenando el aire viciado de la sala de aullidos de rabia desconsolada, la tortura de la muerte anunciada, mordiendo su cuerpo en manos de un grupo de canallas como ellos...

Las armas volvieron a brillar y a bailar en el cuartucho, y para cuando el dolor se silenció, Leonardo se agachó y recogió varias monedas de una bolsa.

-Dejad las armas y parte del dinero. Sí. El dinero. Dejadlo.

Sus compañeros le miraron como si estuviera loco. Pudo ver, incluso, un brillo peligroso en la mirada de alguno que casi le hizo desdecirse, pero ¡que diablos! si habían decidido obedecerle, que fueran consecuentes o por la misa que él seguía sabiendo pelear...

-Coged una parte y dejad el resto a la vista. Y si les quitáis algo, que no se note que los han desvalijado. Cuando los encuentren, porque seguramente los encontrarán, pensarán que se han matado los unos a los otros por una mala partida. Y eso ha sido. Su última mala partida.

Sonrió, con esa sonrisa retadora, pícara, que hacía perder la cabeza a muchas mujeres y que desquiciaba a los hombres hasta el punto en que había desnudado aceros y damas solo por ella.

-Y vámonos cuanto antes. Estoy harto de esto y necesito una copa. Vosotros, desgraciados, ya habéis bebido bastante -se echó a reír- y a mí entre la moza y vuestras correrías, no me habéis dejado probar ni una gota...

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