7 de mayo de 2012

Persiguiendo a Amy 43.- Salvatore


Aquel par de pícaros condujo a Salvatore hasta una casucha adosada a la muralla oscense. Seguía metido en su papel de "primo" al que van a desplumar, pero empezaba a costarle fingir tranquilidad... Cuando entró a la habitación en el sótano, sopesó que al menos un par de aquellos tipos había matado más de una vez. En aquel antro parecía darse cita lo más granado de la chusma oscense: timadores, charlatanes, bandidos de la peor ralea... Salvatore confiaba en la fuerza de Servando y en su propia destreza con la daga, pero deseó que Leonardo y Conrado no anduviesen lejos, o podrían verse en serios problemas.

Hizo tintinear en su mano las pocas monedas que había reunido, fingiendo despreocupación. Los que jugaban en aquella mesa alzaron la cabeza al oírlo. A la pobre luz que brindaba el candil de sebo identificó a Servando, y con un gesto impaciente le dio a entender que le siguiese la corriente, como si no se conociesen. La frente del condenado ya estaba perlada de sudor, a saber cuánto había perdido ya a los dados, porque en aquel momento los retiraban para sacar una manoseada baraja...

Salvatore se temía que, en el mejor de los casos, saldrían de allí con el pellejo ileso y sin un denario. Eso si Servando no había perdido ya más de lo que podía pagar... Sobre todo porque el italiano no tenía ni idea de juegos de cartas, salvo lo poco que escuchaba cuando Servando les relataba durante horas los pormenores de las partidas que había estado "a esto de ganar". Mientras miraba los ajados naipes, recordó la primera y última vez que había jugado... Sólo era un muchacho, y lo habían dejado sin blanca en una partida de "gioco di Primiera"... Recordó cómo lo había consolado la tabernera del local, y cómo había abandonado para siempre la afición al juego por la afición a las damas...

Se sentó, saludando a sus compañeros de mesa, que esgrimieron sonrisas taimadas, no todos los días tendrían dos presas fáciles juntas. Servando sólo tenía ojos para el mazo de cartas, quizá conjuraba así a la suerte que con tanta frecuencia lo esquivaba. El hombre de la oreja mellada repartió, y el silencio en la sala se hizo más espeso. Salvatore afianzó los pies en el suelo, sintiendo la daga pegada a su costado, por si hubiera que salir de allí por las malas. Después, observó lo que salía en aquella mano y procuró actuar como si supiera lo que estaba haciendo.

En aquel momento llamaban a la puerta.

-¿Santo y seña? -preguntaba el anciano. Su voz sonaba amortiguada desde arriba de la escalera.

- ...

- ¡Santo y seña! -repitió, casi gritando esta vez.

La concurrencia se volvió hacia la escalera, donde en lo alto el vigilante empezaba a impacientarse, asomando la bulbosa nariz por la mirilla, a fin de identificar quién llamaba. Salvatore podía imaginarse quienes eran. Vió cómo acudían a un par de manos sendas navajas melladas. Fue entonces cuando se levantó de un brinco, haciendo caer la silla a su espalda, y señalando a Servando con un dedo enhiesto, gritó:

- ¡Maldito, te he visto mirarme las cartas! ¡Tramposo!

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(Nuestro buen bardo, siempre por Sherezade. ¡Te queremos, Cher!)


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